Sarek, una de las últimas zonas salvajes de Europa («¿Te vienes a Mordor… andando?» )

Publicado en Mugalari.info el 15/09/2020: https://mugalari.info/2020/09/15/te-vienes-mordor-andando-sarek-una-las-ultimas-zonas-salvajes-europa/

El Parque Nacional de Sarek tiene casi la extensión de Bizkaia, contiene la mitad de las montañas más altas de Suecia y más de 100 glaciares, o lo que queda de ellos. Combinado con los dos parques adyacentes (Padjelanta al oeste y Stora Sjöfallet al norte) suman el doble de la extensión de Bizkaia, más de 5,000 km2. Es uno de los territorios más salvajes de Europa y a diferencia de lo que suelen ser muchos espacios naturales suecos y gran parte de fjällen (las montañas que hacen frontera con Noruega) la señalización es escasa o inexistente, no hay cabañas en las que refugiarse, no hay cobertura de teléfono y casi nunca hay puentes para cruzar la miríada de arroyos, lagos y arroyuelos que hay por todas partes, lo cual será motivo de diversión sin fin como se verá posteriormente.


El avance es un poco más fácil si hay spånger.

Muchos de los caminos que hay que usar son en realidad pasos que los renos han hecho a lo largo de los siglos. A veces sí que hay spånger (leído “spóanguer”), esas pistas de tablones que la Asociación Sueca de Turismo (STF) construye a veces para que se pueda pasar por algunos sitios y para que en otros el impacto de la gente pasando sea el menor posible. En este caso es más bien la primera opción porque vimos un total de diez personas y eso porque a dos de ellas las vimos varias veces. Pero primero hay que llegar.

20 horas de coche desde Estocolmo (que solo le parece el norte de algo a quien no ha estado en el norte de verdad) nos irían mostrando más y más nombres de ciudades terminadas en å como Umeå, Skelefteå, Piteå y Luleå, que indican al viajero que las cosas están cambiando y estamos entrando en el norte. Una vez que entramos al núcleo duro del país de los Samis (que se llama Sápmi) hay más y más sitios con doble K en el nombre. En estos sitios es donde la sempiterna señal de tráfico que advierte del peligro (mortal) de alces en la carretera puede pasar a ser una advertencia de que conduzcas despacio porque los renos tienen preferencia y pasan totalmente de ti y de mi.


El camino a veces es fácil.

Por supuesto en 20 horas de coche de una tacada no se deberían hacer y menos conduciendo una sola persona (yo no conduzco ni la electricidad) así que junto a un cementerio-bosque cerca de Umeå el hombre de acción montó su hamaca de invierno y este que lo cuenta se quedó en el coche. Unas ocho horas más tarde llegamos a Kvikkjokk, dejamos el coche en el parking junto a dos docenas más de vehículos, casi todos de Suecia y de Alemania.


Hamaca con aislamiento invernal para la espalda. La mochila, debajo, protegida contra la lluvia. Las botas apuntan hacia abajo para que el agua pueda salir en caso de lluvia.

Para evitar bombardear con nombres largos y difíciles vamos a simplificar un poco: El plan original era asomarnos a la grandeza del parque nacional de Sarek, subir a uno de los fjällen más accesibles de la parte sur y tener así una vista general de esa parte del Parque. Siempre dependiendo de las condiciones del terreno, del tiempo que hubiera y de nuestro estado general.

El arranque de la ruta es casi un día entero andando cuesta arriba por pistas llenas de piedras de todos los tamaños que alguien parece haber puesto adrede para que sea más difícil progresar. En realidad no es así, claro, es la pista de invierno que se sube con pieles en los esquís y tirando de un trineo. Las piedras solo son un problema para quienes vamos cuando no hay nieve, que es durante unos pocos meses al año. Durante el resto del año esta zona es una de las que tienen más nieve de toda Suecia, no siendo extraño que haya tres, cuatro y hasta más metros.


Partes de un trineo.

En parte porque las comunicaciones en este sitio solo funcionan via satélite y también porque estoy aprendiendo todo a la vez, llevamos mapa, brújula y dos GPS que nos permiten recibir pronósticos del tiempo que celebramos como merece cuando tenemos que instalar un toldo y meternos debajo porque con el diluvio universal no hay manera de andar con mucho equipo a las espaldas aunque el pronóstico del tiempo diga que hay un 10% de probabilidades de lluvia. En fin, es la montaña y lo mismo te quita que te da y tienes una estación del año diferente cada poco rato. Un par de señores que hace mucho que se jubilaron tienen a bien parar un rato al lado de nuestro toldo a fumar. Seguramente son las únicas personas en 40 km a la redonda. Caminan al tran-tran, con mochilas gigantescas, cada uno con una vara cónica y retorcida que parece el tronco seco de un abeto y les hacen parecer Gandalf y su asistente; para más inri usan botas de goma. Ellos no lo saben pero son bautizados como Oldie y Goldie.

Los colores del otoño están estallando por todas partes, hay enormes extensiones donde la vegetación dominante es el arándano y veo Boletus Edulis sin tener que apartarme siquiera del camino (“camino” en el sentido más creativo de la palabra) pero cuesta mucho avanzar aunque lleve bastones y no es plan de estar parando y agachándome todo el rato. Comida ya llevamos, ya.

Tras varios kilómetros de bosque, con y sin caminos, con muchos saltos de roca en roca llega el momento estrella del día. Parafraseando a Ernesto Sevilla, me vi en la siguiente situación:

– ¿Quieres cruzar un arroyo gélido caminando sobre un torrezno de Soria de 4 metros de largo con 30 kg a la espalda?

– ¡Joder, sí! ¿Cómo no me lo habías dicho antes?


¿Quién dijo miedo? Pues mira, yo mismo.

Cruzamos el último arroyo, que discurre entre piedras de entre 50cm y un metro de alzada, antes de encontrar un sitio bueno para establecer el campamento. Una vez están la tienda y la hamaca en posición aparecen Oldie y Goldie, que a punto están de poner el chiringuito al lado nuestro, pero eligen un sitio que acabamos de desestimar porque al pisar rezuma agua. Se lo decimos, claro. Oldie sentencia la cuestión con un “bah, no es más que agua”. Nos toman un poco más en serio cuando mi amigo termina de ayudarme con mi tienda y va a ayudarles con al suya, con la que llevaban casi una hora en danza. Seguramente el nieto de alguno de ellos les ha convencido de usar un igloo super sofisticado en lugar del monstruo de acero y algodón que sin duda pensaban usar en su viaje y los pobres señores se estaban haciendo un lío de los buenos.

De montar tiendas saben poco, pero al rato tienen una hoguera funcionando en la que se puede carbonizar un ternero y sin duda se ve desde el espacio. Seguramente no tienen mosquitos cerca. Ya me gustaría, porque los mosquitos de Sápmi solo dejan de mortificarme cuando estamos bajo cero o cuando sopla un viento de más de 10 km/h y en ese momento no tenemos ninguna de esas bendiciones. Me ponen como una mazorca desde el primer día y así es como vuelvo a casa después del viaje. Como siempre.

Llueve con intensidad durante la mayor parte de la noche a pesar del pronóstico del tiempo.

El día siguiente comienza como viene siendo la tónica: cuesta arriba. La lluvia nos ha hecho perder bastante tiempo, así que no me dejan desayunar ni tomar café siquiera. Que ya haremos algo dentro de un rato cuando lleguemos arriba, me dice mi amigo. El hecho de que el día anterior no hubiera trazas de nuestra decisión de marchar como hacen los esquiadores militares suecos y noruegos (marcha 50-55 minutos, descanso 5-10) no me hizo sospechar que ese “en un rato” pudiera ser un “ahorita mismo, compai”.

Total, hacia mediodía llegamos “arriba” y al final del bosque. En ese bosque mi amigo y su mujer decidieron hace seis años parar y echar una siesta reparadora. Era verano y hacía más de 25ºC. Cuando se despertaron había entre ellos huellas de oso que no estaban cuando llegaron. Los osos en Suecia sienten una irresistible curiosidad hacia los humanos pero también saben que cuanto menos se les vea mejor les va a ir, así que se acercan mucho pero no es frecuente que se acerquen tantísimo. Vamos haciendo mucho ruido al andar, así que las posibilidades de ver uno son remotas. Lástima.


Bosque de abetos. Tupido y salvaje. El hogar de los osos.

La extensión abierta que hay entre nosotros y los primeros fjällen puede ser de unos 15 km. Ahí es cuando empezamos a experimentar la ilusión óptica de que las montañas no cambian de tamaño aunque nos acerquemos a ellas. De hecho caminaríamos horas por las laderas al día siguiente y los fjällen siguen pareciendo exactamente igual de grandes. Inmensos. Estos fjällen no son sino montañas gigantescas que debido a la erosión del hielo que se desplazó sobre ellos tienen la forma de una colina, lo que los hace característicos de este sitio en particular. No hay cumbres ni “dedos” apuntando al cielo como es común en Noruega salvo en unos pocos sitios como en Sylarna (“los punzones”). En general, los fjällen son Suecia y si hay picos es porque estás en Noruega.


Estación científica.

Total, vamos llegando a Pårek (leído “Póarek”), la zona que hemos elegido como base. Hay que vadear un río que me describen como “de entre 10 y 20 metros de ancho”. Me pregunto qué habré hecho el resto de mi vida sin referencias así de precisas, pero ya es tarde para hacer nada que no sea vadear y no hay alternativa posible. STF pone en estos sitios en los que no construye puentes colgantes (seguramente porque durante los deshielos el agua se los lleva) unas estructuras triangulares de madera rodeando ciertas piedras, marcando así una ruta posible de vadeo. Más o menos se puede saltar de triángulo en triángulo durante parte del recorrido, pero el agua no cubre más allá de la rodilla y no bajaba con demasiada fuerza.

Un par de kilómetros más allá de la orilla encontramos unos paneles explicativos sobre un campamento científico a un km de distancia que decidimos visitar. Hay casas ahí que son edificios monumentales catalogados, aunque más parecen bunkers. Ahí vivieron durante años científicos de la universidad de Uppsala que se internaban en el parque de Sarek para estudiar los glaciares (en Escandinavia hay científicos que se ocupan exclusivamente de ellos). Cómo sería la vida de estos hombres hace cien años, cuando los inviernos todavía eran inviernos es algo que sólo podemos intentar imaginar. En una placa de metal cuidadosamente pintada nos dan el nombre de un científico de Uppsala al que debemos notificar si vemos algo anormal o fuera de lugar en esas instalaciones. La posibilidad de que este buen señor lleve muerto 90 años no es algo que haya que desestimar de raíz, pero tampoco que tenga 29 años y no haya puesto su dirección de correo electrónico porque esa placa siempre se ha redactado así.


Fjällen.

Los chavales alemanes que han cruzado el río detrás nuestro nos han tomado la delantera porque no hay visitado el campamento científico (y su museo científico que no se puede visitar) así que nos quitan el sitio que teníamos pensado para montar el campamento. Como tantos viajeros alemanes que se ven en fjällen predomina la indumentaria verde-gris (aunque sea de marcas suecas), las mochilas militares y el pelo corto. Uno de ellos entabla conversación con nosotros (como haría cualquier persona razonable salvo que sea de Estocolmo) y la cosa desemboca en varias novedades para los jóvenes germanos:

– Sí, hay un lago al norte de nuestra ubicación, pero el lago que ellos creían que tenían a mano está a un día muy largo caminando hacia el oeste.

– Su ruta de 38 km en ocho días se puede hacer si no tocas el suelo. Es decir, si puedes volar a baja altura siempre y cuando el clima diabólico del valle que tienen que cruzar este-oeste lo permita. Además, las laderas de ese valle son muy escarpadas y hay peligro de aludes 12 meses al año.

– No sólo no saben leer mapas, sino que no llevan GPS. “Llevamos los teléfonos”, dice muy sonriente.

A pesar de la animadversión que todavía muchos daneses tienen hacia los alemanes vestidos de verde y con el pelo corto mi amigo pasa cerca de una hora con el que parece al cargo de los mapas poniéndole al tanto de la posición exacta en la que estamos y en qué punto podría tener sentido que se dieran media vuelta para poder llegar a tiempo de la segunda parte de su viaje, que es cruzar en coche a Noruega e intentar hacer otra aventura igual de disparatada que esta o incluso más.

El repertorio de bromas que mi amigo tiene sobre la vieja tradición germana de mandar jovenzuelos a lugares remotos a jugarse la vida y casi siempre perderla es sorprendentemente rico y variado y enriquece la ya de por sí fantástica cena. El cielo raso hace que la temperatura baje bruscamente y nos metemos en nuestros nidos. Bajo cero y con un 90% de humedad pasamos una noche dura. Sobre todo quien sigue empeñado en dormir en una hamaca.

Al día siguiente no ha desaparecido del todo la escarcha (una pelarda buena, en castellano de verdad) y ya tengo diez mosquitos dando por saco. Los mosquitos de esta tierra no dejan de fascinarme. El plan para hoy es subir hasta una cierta altura por las laderas para tener un poco de visión real del terreno al este del campamento y decidir si vamos a volver por ahí o por donde vinimos. Y comernos un paquete de cecina de León a la vista de los renos, que es una cosa que me gusta a mi hacer. Después de desayunar el enfermero super equipado con el que viajo cuida de las ampollas más preocupantes que tengo en los talones con Termoplast, que es como una tirita que cortas del tamaño que quieras y aplicas sobre la herida del pie (a poder ser antes de tener una herida, con los primeros síntomas) y se pega mediante el pegamento que trae y el calor de la mano. Parecido a lo que se ponen los pelotaris en la mano, para entendernos. Se funde con la piel y es mejor dejarlo ahí hasta que no haga falta ya, porque al arrancarlo se puede llevar más de lo que uno quisiera.

Todo tiene su lado bueno. Mi resistencia a saltar entre dos piedras un arroyo de agua de deshielo me lleva a encontrar un montón de lagópodos que se marchan andando bastante despacio claramente importunados por la invasión de sus espacio, una familia de mirlos acuáticos que me ignoran olímpicamente y algo para mí prodigioso: la nieve y el hielo que todavía aguanta desde el año pasado tiene manchas rosas y rojas. Es un alga que prolifera en el hielo que es relativamente frecuente aquí y que por cierto está apareciendo en los polos gracias al cambio climático. Siguiendo las huellas de los renos que usan este puente de nieve (de más de 2m de grosor) paso al otro lado, no sin antes recibir instrucción básica sobre qué hacer si el puente vence bajo mis pies y me hundo en esa nieve. Viajo con una enciclopedia con todas las certificaciones de agua, hielo y nieve.


Algas rojas.

En esta zona los Sami están concentrando a los renos para recuento y vacunación durante en estas semanas, pero todavía nos encontramos con pequeños grupos aquí y allá. Algunos se nos acercan bastante, asumiendo quizás que somos pastores y les vamos a dar un poco de sal, que escasea en esta naturaleza y les gusta mucho. Ven, de lejos eso sí, que no somos Sami y siguen a los suyo.


Según la tradición Sami en estos árboles que se retuercen hay un espíritu atrapado.

Al bajar encontramos junto a una cabaña lo que parecen las piezas de un trineo de perros o quizás de renos. Los trineos de perros eran poco comunes en Sápmi, pero nunca se sabe. Nosotros por lo menos sabemos que no sabemos sin necesidad de ser alemanes, como parece que va quedando claro.

Lo que parece un águila real toma una térmica muy cerca de donde estamos. Es una visión que uno recibe en silencio como al contemplar una catedral. Lo menciono porque en esta expedición se habla mucho. Vaya que si se habla.

Volvemos al campamento y decidimos que es un buen momento para seguir el viaje. La nueva ruta puede implicar dos o incluso tres días por encima del plan y no queremos arriesgar en exceso. Yo viajo de vuelta a Estocolmo, pero el conductor sigue hasta Copenhague, que son 500 más a añadir a esas 20 horas de coche que nos costó llegar. Total, desandamos el camino vadeando el río de entre 10 y 20 metros de ancho. Yo creo que son más 25 que otra cosa, pero qué sabré yo, que sólo le he vadeado dos veces. Eso de que el agua nunca está más fría de una cierta temperatura y que el hielo sí que está frío y todo eso… puede ser. Pero el agua que baja de los glaciares tiene un toque especial. Paras y parece que todo va bien, pero no puedes parar mucho, así que al moverte notas cómo el frío se intensifica y te arranca el calor del cuerpo, razón por la que aunque sude por el peso de la mochila y no haga mucho frío llevo un gorro de lana de invierno. Ese frío es el que hace que las abundantes ampollas de los pies estallen y al salir a la orilla tengamos pequeñas heridas sangrantes en los pies. Suena mucho más terrible que lo que es, esa misma agua parece tener un efecto senador en la piel y sobre todo en el ánimo. Dejamos que los pies se sequen por evaporación mientras vemos a una mujer menuda y determinada acometer el cruce del río.

Cuando llega a nuestro lado saluda con el tono cantarín que distingue a los noruegos. Viene desde Abisko y le ha costado tres semanas llegar hasta donde estamos. Estos chicos alemanes con los que hablamos deberían pasar un par de días con esta jabata para saber lo que vale un peine. Echamos a andar para cruzar la extensión de bloques de piedra y hierba alta de varios kilómetros de extensión que nos separa del lugar donde queremos montar el campamento. El avance es costoso pero tiene la ventaja de que de vez en cuando hay que dejar de prestar tantísima atención al suelo y dónde va ir cada pie y cada bastón y se puede uno parar, respirar un poco y mirar en derredor, la belleza de los colores del otoño, el amarillo, el rojo, el naranja, los majestuosos colosos de piedra con sus obstinadas manchas de nieve a nuestra espalda, el bosque viejo y tupido, con líquenes espesos como alfombras frente a nosotros, el viento del oeste, directo desde los glaciares y Noruega, que nos avanza lo que llegaría esa noche.


Bosque espeso.


Agua por doquier

Ahí es donde vemos con su paso lento pero seguro, bueno los ve mi amigo que tiene ojo de águila, a Oldie y Goldie con sus varas de mago de la Tierra Media y sus mochilas gigantescas cubiertas con las fundas para la lluvia.

Van camino de una de las cabañas que hemos visto cerca del bosque por la mañana. Seguramente el tipo al que hemos oído cortar leña con una motosierra está preparando material para la pira que estos dos montarán más pronto que tarde. Aunque no se deba mi amigo ha intentado pescar y casi saca del agua nuestra cena, a la que llegamos a ver pero no tocar. Oldie nos dice que no se puede pero que a todo el mundo le da igual, que ellos también llevan equipo de pesca, bueno en realidad no lo llevan. Pero si lo llevaran lo usarían.

Se ríen mucho con mi frente llena de picotazos de mosquitos. Me agradecen en el alma que haya dado la cena y puesto a dormir a todos los mosquitos del valle. Me dicen que lo que tengo que hacer es usar un sombrero. La verdad es que los suyos me parecen totalmente normales y corrientes en su fealdad, así que asumo que me están vacilando y nos reímos todos mucho. Goldie nos dice dónde han hecho noche y que han dejado “un poco de leña” ahí. Cuando les hacemos saber sobre la pequeña y feroz mujer noruega que viene de camino detrás nuestro (y que vemos bambolearse en la distancia de vez en cuando entre las rocas con su mochilón) Goldie, lejos de mostrar sorpresa por el periplo que lleva la mujer entre pecho y espalda, dice que lo que tenemos que hacer es darle whiskey y a ver qué hace.

Claramente estos dos no son de Estocolmo.

Total, les deseamos un buen viaje con sus botas de goma y sus varas marca “You Shall Not Pass” y tras unos cuantos kilómetros de delirio pétreo y los ocasionales tramos de “spånger” llegamos al campamento. Lo reconocemos de inmediato porque hay leña para asar dos corderos.


El cuarto de estar muy lejos del cuarto de estar.

Elijo un sitio a 40 metros del fuego para poner la tienda y mi amigo pone la suya (sí, llevaba tienda y hamaca, el disparatado peso que transportamos es por algo) a casi 100. La tienda es individual, así que el toldo de la hamaca pasa a convertirse en refugio de la mochila en caso de que llueva, algo poco probable porque el pronóstico del tiempo dice que casi seguro que no lloverá. Nos reímos mucho cuando lo vemos y le damos bastantes vueltas a la dirección del viento y de las tiendas. Como si importara. Como si a este viento, a este sitio, le costara mucho hacer su voluntad de todas las maneras posibles.

Cenamos frente a una inmensa extensión en la que dominan los colores otoñales realzados por esta luz difusa que hay al norte del círculo polar, que parece llegar de todas partes al mismo tiempo, fjällen de fondo, una hoguera potente delante, buena conversación, buena compañía y comida alta en calorías. No se puede pedir mucho más. Logramos identificar a unos cuantos renos en la zona y vemos movimiento de muchos más animales que no podemos identificar.


Renos, el único animal doméstico que vive libre en el paraíso

Antes de que se haga de noche estamos metidos en el saco. Hacia las 3AM empieza a llover furiosamente. Dentro de la tienda cuatro gotas suenan como un túnel de lavado, así que me asomo con cuidado a ver si ese es el caso. No, esto no son cuatro gotas. Es un túnel de lavado de los buenos. A las 4 sigue lloviendo tanto que no puedo ni escuchar mis pensamientos, pero tampoco dormirme del todo. En el duermevela que sigue me parece oír un bramido sordo en la distancia, un estruendo que parece estarse acercando y viene sin duda de Padjenalta y sus montañas, de la frontera con Noruega. El estruendo no es sino el viento del oeste, que por alguna razón parece resonar pero sin impacto, la tienda absorbe la fuerza del viento sin mayor problema y la lluvia sigue con los suyo.

El camino hacia fjällen, las montañas que siguen teniendo el mismo tamaño da igual lo cerca que estés.

Le estamos empezando a coger el aire a los pronósticos del tiempo que recibimos, así que decidimos que a nadie le gusta empaquetar todo bajo la lluvia y si se diera la remota posibilidad de que nos lloviera durante la mañana esperaríamos a que descampara para desayunar y arrancar. A nadie le gusta meter en la mochila una tienda mojada.

Hacia las 9 la lluvia para. Mi amigo ha pasado mala noche porque su padre lleva mucho tiempo enfermo de cáncer y esta noche ha tenido la certeza de que ha fallecido. Por supuesto que no tiene ningún sentido y además en su familia hay un acuerdo establecido desde hace años de no dar malas noticias a nadie que esté de viaje incluso si ya está de vuelta, porque a nadie ayuda recibir malas noticias cuando hay que conducir 2,000 km. Con el GPS podemos mandar y recibir SMS, pero no lo usamos. Una vez desayunamos como si tuviéramos trabajos honestos le digo que estoy listo para volver a casa; que no estoy triste, ni roto ni muy cansado, pero me queda gas para dos días y es lo que vamos a necesitar para el viaje de vuelta. No entro en detalles sobre una rodilla que me está empezando a fallar, bastantes preocupaciones tenemos ya todos.

Bosque y más bosque. Líquenes de todos los colores, los abetos le comen el terreno a los abedules y los arándanos a todo lo demás. El camino se va haciendo más y más duro, cuesta abajo y cuesta arriba, pero con enormes piedras que no ayudan al caminante con peso y ampollas en los sitios más divertidos. Encontramos en varios parajes los restos de grandes hogueras recientes, en uno de los casos dos hogueras. Seguramente Oldie y Goldie durmieron entre ellas para calentarse y mandar de paso señales a la estación espacial internacional. Al moverse tan despacio han ido haciendo una de estas piras cada cuatro o cinco kilómetros. Una forma interesante de viajar. Y lo digo con mucha envidia. Ya me gustaría llegar a esas edades, poder hacer estas cosas y tener con quién hacerlas.

Llegamos al lugar donde hicimos noche la primera vez, cruzamos varios arroyos más o menos complicados y nos sentamos a comer uno de esos estofados maravillosos que salen de una bolsa diminuta a la que se añade agua hirviendo. Uno de los hombros de mi amigo parece estar cediendo, una herida de hace un par de años que requirió cirugía, baja durante meses y acarrea complicaciones sin fin a quien lleva mochilas de 95L llenas a reventar.

Seguimos cruzando bosque, intentando mantenernos en la ruta más fácil y estable porque seguimos de cachondeo todo el rato pero ahora es porque vamos sufriendo un poco, cada uno con lo nuestro. Me las iba prometiendo muy felices pensando que me había librado del cruce del río mediante pontón fino y bamboleante a cambio de cruzar dos o tres arroyos, marismas y marjales dando saltitos de piedra en piedra como una bailarina de 100 kg, pero no señor. El paso del río está documentado de forma exhaustiva porque la posibilidad de que me cayera dentro era más que evidente. Yo me lo tomé con la seriedad de cruzar un foso infestado de cocodrilos árticos y teniendo claro que un metro de agua al norte del círculo polar no es algo que mate pero te jode la mañana. Yo creo que el paso fue armonioso, de ejecución impecable y una vez más oculté mis emociones como si fuera del mismo Tokyo, pero mi amigo se rió tanto que le dolía la tripa.

Todo llega, incluso lo bueno. Todo ese bosque que recorrimos cuesta arriba con la esperanza de recorrerlo cuesta abajo parecía ser cuesta arriba otra vez, una y otra vez. Con spånger aquí y allá y pedruscos y arroyos discurriendo entre ellos por todas partes. Y esos bosques impenetrables, espesos, a ambos lados. Pero llegamos al aparcamiento. Dejamos la mochila en el suelo, nos dimos la enhorabuena y nos comimos una tableta de chocolate con bajo contenido en chocolate y alto contenido en azúcar.

La estación de montaña de Kvikkjokk no ofrece servicios a los viajeros a menos que tengas reservado con tiempo y reserves habitación debido a la COVID, así que plan B: encontramos un lago glaciar en el que montamos una ducha portátil que llenamos en parte con agua hirviendo para que al mezclarla con el agua del lago no nos de una hipotermia. Una ducha de siete minutos que sale de una bolsa que viene en un paquete del tamaño de un teléfono. El agua no está caliente, el viento que sopla no es veraniego y el cielo no es azul, pero no recuerdo la última vez que una ducha me hizo tanto bien.

Viajamos a Jokkmokk, donde en febrero celebran un mercado anual activo desde el siglo XVII que es el mayor evento cultural de los Sami, a buscar algo de cenar y de paso si podemos dar con un sitio de masaje tailandés donde puedan arreglar el hombro del conductor de este viaje. Cenamos en el coche porque parece que la cosa corre prisa. La pizza de reno y arándanos rojos me dura lo que se tarda en pronunciarlo. Recorremos Umeå, ya casi a las 22h, buscando un sitio de masaje que esté abierto pero fallamos miserablemente un par de veces, llegando cuando acababan de cerrar. Decidimos parar a dormir en algún lado (esta vez algo que no sea un cementerio si es posible) y a la mañana siguiente encontramos un sitio en Sundsvall (ya a pocos cientos de km de Estocolmo) donde crujen a mi amigo de pies a cabeza y le colocan todas las articulaciones.

Para las cuatro de la tarde, casi 24h después de empezar a viajar en Kvikkjokk, estamos entrando en Estocolmo bajo una lluvia torrencial que la verdad es que nos asusta bastante poquito a pesar del ocasional aquaplaning.

Cuando voy a hacer la compra camino con mucha menos soltura y velocidad que Oldie y Goldie en un mal día. Pero qué digo de mal día. ¿Quién ha tenido un mal día aquí? Tengo marcas, picotazos, rozaduras y tiritas por todas partes pero de camino ya hemos ido hablando de qué hacer para la próxima, que va a ser en invierno. Quizás ir al fin al sitio donde Amundsen entrenaba para sus viajes en los polos. Pero ahora tengo que hacer la compra, que tengo que preparar la cena. Con velitas.

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